Febrero de 1998. Ruta 40. Patagonia Argentina.
Era mi primera travesía en bicicleta. No tenía mucha idea de lo que estaba haciendo, pero ahí estaba, empecinado como nunca en recorrer a puro pedal la mítica Ruta 40 desde San Martín de los Andes hasta llegar a Ushuaia. El temido tramo entre el pueblo de Perito Moreno y El Calafate presentaba uno de los mayores desafíos: horizontes inabarcables, rectas infinitas, un ripio del peor y claro, el omnipresente viento patagónico, condimento infaltable para convertir el avance en algo cercano al masoquismo. Eran tiempos en los que pocos se aventuraban por estas desolaciones, contando con cuentagotas los vehículos que pasaban por día. No sabía lo que eran las alforjas Ortlieb ni las bicis de trekking, pensadas especialmente para viajar. Había adaptado mi querida GT todo terreno con un portaequipajes de aluminio lo más sólido que había podido encontrar y sobre éste descansaba mi casa, increíblemente compactada en unas Halawa monovolumen y mi mochila de campamento cargada al tope. Distribución del peso a Marzo! Como un camello con la joroba desplazada, mi pobre bicicleta iba sorteando como podía las dificultades que presentaban la topografía y el clima de la región.
Las primeras experiencias siempre suelen dejar una marca especial, ya que definen en muchas ocasiones lo que vendrá después. Si todo sale bien, seguramente uno quiera más. Y sino, lo más probable es que se piense “y bueno, lo intenté, hice algo, pero para mí esto ya fue”. No tenía idea de qué iba a surgir de este viaje en bicicleta. Me conformaría con esta odisea personal y la recordaría muchos años después como una extravagancia de mi pasado? O sería el puntapié inicial de una filosofía de vida que quedaría marcada a fuego en mí para siempre y daría un cambio de rumbo en mi existencia? Demás está decir que en mi caso fue la segunda opción. Y son muchas las cosas que me llevaron a tomar ese camino. Este episodio que les cuento a continuación es uno de esos momentos que sumaron para generar este punto de inflexión en mi vida.
Pedalear se había convertido en todo un desafío físico y mental. Como si el viento fuera capaz de ser sarcástico, no importaba hacia dónde fuera, siempre parecía estar soplando en contra. Y lo hacía con una furia que a veces me hacía tambalear en la bicicleta, sobre todo cada vez que la rueda tropezaba con alguna de las infinitas rocas de tamaño sobredimensionado que conformaban el camino. El zigzagueo de mi andar no se debía únicamente a la búsqueda frenética de un pedacito mínimo de trocha transitable, sino que además iba gobernado por el libre albedrío de las ráfagas que soplaban.
Había llegado al caserío de Bajo Caracoles, donde busqué refugio por unas horas de ese implacable enemigo invisible que se empecinaba en voltearme de la bici. Perdido en el medio de la nada, el rudimentario almacén del lugar me transportó súbitamente a través de un portal mágico hacia lo más crudo del llamado primer mundo: los pocos productos que se podían adquirir tenían precios que eran más caros que en el centro de Tokio en Japón! Mi presupuesto no daba para quedarme en ese sitio y tenía el dato de que unos kilómetros más adelante había un arroyo junto al que podría acampar libremente. Aprovechando que el viento parecía querer amainar un poco, junté coraje y me largué de nuevo a la ruta.
El escenario no podía ser mejor. A mi derecha el sol se iba hundiendo lentamente en el horizonte, pintando la inmensidad del paisaje salpicado de coirones de un rojizo imposible. Mientras tanto, a mi izquierda, una inmensa luna llena de un amarillo opaco comenzaba a asomarse con un tamaño que parecía surrealista. Mi sonrisa iba de un lado a al otro de mi cara, desde el sol hasta la luna. Estaba completamente solo, en el medio de la nada, rodando por un camino de ripio espantoso, pero con una felicidad indescriptible.
De repente, el encanto se acabó abruptamente. Un ruido seco y estrepitoso me despabiló del ensueño idílico del viajero y me trajo de vuelta a la realidad con un crack! espantoso. La bici se paró en seco y casi me voy de narices al piso. No entendía qué había pasado. Miré hacia atrás y noté que el equipaje estaba completamente ladeado. Al darme cuenta de lo que había sucedido se me vino el alma al suelo: se había partido la pata del portaequipajes y estaba encajada entre los piñones de la rueda! Horror!! Qué hacer en esas circunstancias? Abandonado en la nada misma, sin esperanzas de que pasara alguien, viendo como lentamente la plateada luz de la luna iba cubriendo mi entorno. No podía seguir pedaleando. Se me hizo un nudo horrendo en la boca del estómago: y ahora qué?
A la distancia vi un reflejo que me llamó la atención. No muy alejado de la ruta parecía haber una arboleda a la que no le había prestado atención previamente. Era una casa? Estaba loco o se veía una tenue luz en su interior? Tal vez era un puesto de las tantas estancias que están prácticamente abandonadas pero que aún conservan un cuidador. Con un esfuerzo sobrehumano fui avanzando a paso de tortuga, manteniendo el equipaje levantado con mi mano derecha mientras empujaba la bici hacia la que esperaba que fuera mi salvación. Mi cabeza no paraba de darle vueltas al asunto. Buscaba la manera de regresar hasta la lejana Esquel para conseguir otro portaequipajes? O mejor probaba de que me llevaran hasta Calafate? Dónde más podría conseguir un repuesto? Soldar la pata de aluminio sonaba a ciencia ficción por estas latitudes.
Con la llegada de la noche el viento cesó su ulular completamente. De un momento a otro lo único que escuchaba era el resoplar de mi agitada respiración, y hasta diría que el retumbar de los latidos de mi corazón. No sé si era el frío o qué, pero un sudor helado me puso los pelos de la nuca de punta. Daba miedo tanta quietud.
Al aproximarme a la casa noté que lo que pensaba que era una luz interior no era más que el tenue reflejo de la luna sobre el vidrio de la ventana. El lugar parecía abandonado. Llamé en voz alta y mi voz sonó áspera, fuera de lugar. Sólo mis movimientos generaban sonido en ese impenetrable e incómodo silencio. Noté que la puerta estaba cerrada con un trozo de alambre, así que no lo dudé e ingresé a inspeccionar el lugar. Si bien no había nadie, se notaba que hasta no hace mucho tiempo alguien había habitado la casa. Una garrafa tenía un resto de gas, que fue suficiente para encender un farol e iluminar un poco el ambiente más allá de la escuálida luz de mi linterna. No tenía agua y el aljibe estaba derrumbado, pero en un balde encontré un poco del preciado líquido elemento y los bichejos que nadaban en el fondo me dieron la certeza mental de que no estaba contaminada. Si ellos no se morían, tampoco yo, no? Me cociné una polenta y me desplome sobre un catre desvencijado, observando a través de una ventana rota la estoica inmovilidad de las hojas de los álamos que me devolvían su mirada bañados en una fantasmagórica luz de luna. Ignorando algunos ruidos extraños que dejé que mi imaginación pensara que eran provenientes de un gato (¿?) quedé sumido en un profundo sueño mientras que en mi cabeza aún resonaba la pregunta: y ahora qué hago?
Al despertarme al día siguiente no se me había ocurrido ninguna brillante idea que me rescatara del problemón en el que me encontraba. Más bien todo lo opuesto. Miraba desconsoladamente la pata del portaequipajes roto sin saber cómo zafar de esta situación. En eso levanté la vista y observé la entrada. Entonces, como un rayo que atraviesa furioso un cielo tormentoso, se hizo la luz: eureka!!! Cómo no se me había ocurrido antes??? Cómo hacemos los argentinos cada vez que se nos rompe algo? Lo atamos con alambre!!!!! La traba de la puerta me recordó este preciado recurso e inmediatamente me puse manos a la obra. Con una pinza destripé el antiguo gallinero y me aprovisioné con suficiente alambre como para recubrir media bicicleta. Pacientemente, viendo de apoyar la delicada pieza de manera que las tensiones apretaran de la manera adecuada (fueron varios intentos), fui reconstruyendo y reforzando el portaequipajes hasta que unas horas más tarde estaba listo y como nuevo para volver a las rutas con su pesada carga a cuestas.
Al principio iba con una cautela desmedida, como si las rocas del ripio fueran frágiles huevos de codorniz, esperando a cada vuelta de pedal escuchar una vez más ese horrendo crack! lapidario. Pero no. Aguantó! Y no sólo por un corto tramo, sino que el improvisado arreglo sobrevivió por el resto del viaje con más de 1500 kilómetros acumulando violentos traqueteos.
Al observador externo le parecerá algo simple y sin mucha importancia, pero el hecho de haber solucionado un problema inesperado con lo que tenía a mano me dio una satisfacción enorme, una sensación de realización que no había experimentado ni siquiera al terminar mi carrera universitaria. Era la primera vez de muchas, muchísimas más situaciones que me tocarían enfrentar y superar en el futuro que ya se iba dibujando frente a mí. Era claro: los viajes en bicicleta habían llegado a mi vida para quedarse.
Estamos conociendo sobre tu vida y tus aventuras con mis alumnas de apoyo escolar. Sucede que Luna tiene en su "What´s up ? 2" un ejercicio de inglés donde resumen tus viajes. Y nos interesamos en conocer un poco más y visitamos tu face. Luz también quiere dejarte su comentario: "muy interesante y linda la forma en que elegiste vivir. Conocer culturas y paisajes".Te saludamos desde el grupo Apoyo escolar 12 a 18 años (Loria 1140) de Ostende, Pinamar. Exitos!
Hola Damian espero te encuentres muy bien saludos desde la ciudad de la cantera rosa, Morelia Michioacan espero un dia pedaliemos juntos
Sealtiel Rivera Najera
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