Lejos quedaban ya los días de viento, estepa y soledad. Los tiempos en viaje poco tienen que ver con los de los relojes y aunque solo hubieran pasado algunas semanas, recordábamos esos momentos con la melancolía del pasado prehistórico.
Nuestro presente transcurría sobre rutas de perfecto asfalto rodeadas de arboles, frutas y rinconcitos irreales donde acampar.
Las bicis se deslizaban sin gran esfuerzo, disfrutábamos la brisa, el sol, la montaña, los dias pasaban placenteros.
Estábamos ansioso por llegar a Bariloche donde nos esperaba una cabaña calentita, pasteles de papa y todos los mimos de Hilda y Juanca. Los papas de Javi venían de visita y la felicidad se transportaba en forma de energía directamente hacia las piernas.
Despertamos temprano, desayunamos y desarmamos la carpa batiendo el record de tiempo en el que solíamos hacerlo. Estábamos muy contentos y queríamos salir lo antes posible a pedalear, para acortar esos escasos 70 km que nos separaba de los abrazos.
Nos tocaba subir el tan famoso Cañadon de la mosca del que tanto nos venían hablando. Después de unos pocos minutos una lluvia fina pero molesta nos hizo detener a ponernos los impermeables que estaban juntando telaraña bien al fondo de las alforjas. La lluvia no era abundante pero si continua y como el veranito ya era cosa del pasado, secos era mucho mejor.
Con las capas necesarias sobre el cuerpo continuamos camino y para cuando nos dimos cuenta ya habíamos llegado a la cima del cañadon, que honestamente no resulto para nada complicado. Entonces empezó la estupenda bajada, la lluvia se volvió señora lluvia, los impermeables dejaron de impermear y la bajada dejo de ser divertida. Estábamos completamente empapados, hacia mucho frío y la velocidad no ayudaba. La mandíbula tenia vida propia, los dientes no paraban de colisionar unos con otros y los pies y manos eran una sesión completa de acupuntura. La teníamos que pasar mal justo ese día que tanto queríamos llegar, en otro momento seguramente hubiéramos optado por buscar algún lugarcito donde armar la carpa y tema solucionado, pero ese en particular teníamos que llegar… la cabaña calentita, el pastel de papa, pero sobre todo los abrazos, esos abrazos que nos habían hecho madrugar y ya podíamos sentir rodeándonos fuerte y lindo. Hacia meses que no veíamos a nadie de nuestra familia y ya les había contado que los tiempos de bici no son los de los relojes.
Nos propusimos aminorar la velocidad frenando cada tanto para que el frío no sea tan intenso, aunque el tener que ir frenando en tan fabulosa bajada ya nos pareció toda una flagelacion a nuestros principios, pero los pies y manos estaban pasando de sesión de acupuntura a tortura en campo de concentración.
La bajada finalmente termino y encontramos un techito donde refugiarnos y secarnos cuanto nos fuera posible. Unos mates calientes para alentar el espíritu, algunas galletitas y a continuar. Ya quedaba muy poco para llegar, pero los kilómetros parecían chicle y como con la lluvia y el frío aun no era suficiente, la ruta se lleno de autos, camiones y micros. Músculos tensos, concentración y una camioneta que nos hace luces y toca bocina a lo loco.
A solo unos pocos kilómetros de Bariloche ellos no se pudieron aguantar la ansiedad y salieron a buscarnos. Entonces la sorpresa, los abrazos y la lluvia que ya no mojaba, porque había una Hilda un Juanca, dos cicloviajeros y la alegría infinita del reencuentro.